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Alexa, sírveme un martini

Arturo J. Flores 23 Jun 2025
Alexa, sírveme un martini
Casi cualquier cosa a nuestro alrededor se vale de la IA para solucionar un problema en segundos... hasta preparar una bebida. (Imagen generada con Inteligencia Artificial/Google Gemini)
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En un crucero futurista, cumplí la fantasía de pedirle un martini a una Inteligencia Artificial. No fue perfecto… pero sí inolvidable.

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“Alexa, sírveme un martini”: siempre quise decir eso. Pero sobre todo, que sucediera. No fue Alexa, pero sí una Inteligencia Artificial la que al final me preparó el trago. Tampoco le quedó excelente, pero se dejaba beber. Digamos que cumplió. Nada más que eso.

Por razones de trabajo, hace unas semanas abordé un crucero. Viajé de Los Ángeles a Ensenada. Abordo del barco de 17 pisos, además de dos piscinas, un muro para escalar, un simulador de vuelo, una pista de patinaje, otra para correr, un restaurante temático inspirado en Alicia en el País de las Maravillas, un foro para conciertos y hasta un espacio para carritos chocones como en las de las ferias… había una barra atendida por dos robots.

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No eran androides (entendidos estos como dispositivos autónomos con forma humana), pero se trataba de dos brazos robóticos que mezclaban los destilados, jugos y garnituras para los tripulantes del Ovation of The Seas.

Bionic Bar se llamaba el spot. Su funcionamiento era muy simple: había que seleccionar en una tablet el trago que uno deseara probar y en unos minutos los artefactos lo preparaban. Shakeado si la receta lo exigía.

Decenas de viajeros capturamos el proceso en videos que se subieron a Instagram. La realización de una fantasía que nos acompañó a quienes crecimos con la esperanza de que Robotina fuera real y nos librara del calvario de lavar la ropa.

La magia de nuestros tiempos

Hace poco escuché decir a alguien que la Inteligencia Artificial es la magia de nuestros tiempos. No en el sentido de lo inexplicable. Sabemos que ChatGPT funciona a partir de algoritmos y lenguaje de programación.

Pero representa la magia en el sentido de la maravilla y la inmediatez. Casi cualquier cosa a nuestro alrededor se vale de la IA para solucionar un problema en segundos.

Desde los sensores que nos permiten echarnos en reversa en el auto con la seguridad de que no golpearemos un poste, hasta el conductor de un noticiero en China por cuyas venas no circula sangre alguna.

De hecho, ya existe una telenovela hecha enteramente con Inteligencia Artificial. Con actores que no duermen, no comen, no descansan ni cobran sueldos.

Aunque disfruto de un trago, nunca me ha gustado beber solo. Prefiero la conversación maridada con una cerveza. Una Indian Pale Pale, si es posible, y un cantinero al que le guste el chisme.

Por eso, los cantineros (hoy llamados bartenders) deberían, para ser contratados, mucho más que memorizar la receta de un Manhattan, saber escuchar.  Intervenir cuando lo juzguen necesario. Y nunca, como Alexa cuando no te entiende, contestar: “No sé cómo ayudarte”.

Mi amigo Eusebio Ruvalcaba, autor de “Un hilito de sangre”, solía escribir a mano, en una libreta. Los bares eran su refugio. Podía encontrarlo siempre acodado en la barra.

Sólo le permitía al cantinero sacarlo de su trance para rellenarle la copa. Pero tarde o temprano, terminaba charlando mientras el hostelero, poseído por el cliché cinematográfico, le daba trapazos a un vaso jaibolero recién lavado.

Recuerdo ver un meme compartido por una amiga artista que, palabras más, palabras menos, decía:

“La Inteligencia Artificial debería lavar el baño mientras nosotros escribimos, pintamos o hacemos música… Pero es al revés”.

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Entre robots, recuerdos y una televisión rota

La verdad es que bebí poco a bordo del crucero. Bastante mareado me sentía con el movimiento como para incrementar el malestar con los efectos del alcohol. Pero los tragos que degusté, a excepción del primer Martini, me los preparó un ser humano.

En algún momento del tercer día a bordo, pasé cerca del Bionic Bar y los brazos biónicos estaban apagados. Delante de ellos habían colocado un letrero en el que se leía: “Robot en recarga”.

Recordé entonces que en mis primeros años de reportero solía visitar “El Consorcio”, una cantina que hasta su cierre estuvo en una esquina cercana al reloj de Bucareli.

Ahí abrevaban los reporteros de la extinta Esquina de la Información. Como muchas veces los cierres de edición se extendían hasta tarde, resultaba común que el personal de Novedades, El Universal, Excélsior, El Sol de México y Esto, donde yo me curtí al castigo, llegáramos a la bebeduría cuando la cortina ya estaba bajada.

Pero bastaban dos buenos fregadazos en la lámina para que el dependiente viniera a abrirnos. Adentro, los tragos circulaban hasta que amanecía y la borrachera y la resaca se encontraban en un punto de intersección.

Lo único medianamente robotizado en aquel destartalado local, era una televisión de bulbos con un gran agujero en una esquina.

La dueña de “El Consorcio”, una anciana malencarada que estaba en silla de ruedas y solía amanecérsela jugando cartas en una mesa, la rompió después de lanzarle un tarro en medio de un arranque de ira.

La otra era una rocola en la que convivían discos compactos (estamos hablando antes de la invención del MP3) de Cuco Sánchez, Metallica y Robbie Williams.

…Alexa, para qué te cuento más. No lo entenderías.

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(Imagen tomada en el Bionic Bar)

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Arturo J. Flores

Periodista y escritor Editor de Playboy México y Open. Periodista con más de 20 años de experiencia, autor de una docena de libros, Premio Nacional de Novela, creador y conductor de los podcast “De todo menos Vainilla” y “Chelas y bandas”, guionista de TV y storyteller.
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