A los líderes se les pide que sean perseverantes, que nunca se rindan, pero todo tiene un límite. ¿Cómo darte cuenta cuando tu persistencia se volvió terquedad y te hará estrellarte?
Nervios y entusiasmo se respiraban aquel día en la redacción. En sólo tres meses, con un equipo de apenas cinco personas, desarrollamos un sitio web de una prestigiosa revista de negocios que se convertiría en el número uno de México.
Era 4 de marzo de 2013 cuando lanzamos al público el portal que apostaba por reportajes a profundidad de empresas y líderes mexicanos, pero que, además de contar historias de millonarios, contaba historias de la otra cara del país: las desigualdades, las injusticias, la pobreza.
Apenas tenía tres horas de nacido el site, cuando se escucharon crecer unos pasos como amenaza de tormenta en la oficina. Era el presidente de la empresa que, sin más, entró a mi oficina y me gritó a bocajarro:
Con las piernas de gelatina y la panza hecha un nudo, me levanté y defendí a ese hijo editorial como pude: “¡Esto es lo mejor que pudimos hacer con el tiempo y recursos que nos diste. Es un portal digno y vamos a ser los mejores!” El gran jefe salió refunfuñando, rojo de ira.
Unos meses después, cuando –muy rápido– empezamos a posicionarnos y a convertirnos en referencia, el presidente regresó a mi oficina gritoneando, pero era otro el mensaje: estaba eufórico por el éxito, nos felicitó y me dio un muy generoso aumento de sueldo.
Esta anécdota fue el inicio de una de las mejores etapas profesionales de mi vida. Al paso del tiempo, gracias al éxito del sitio web, el equipo creció, las entrevistas a los grandes jugadores se abrieron, las marcas voltearon a vernos.
Lo más padre fue el ambiente que creamos. Nos divertíamos todo el tiempo. No importaban las coyunturas complejas, los deadlines mortales ni las jornadas extenuantes de trabajo, siempre estábamos bromeando. Era un gran equipo, el mejor, disfrutando lo que hacíamos y dándolo todo.
¿Por qué compararte con los demás siempre es un gran error en los negocios?
Pero todo cambia. En tres años no había nadie que no hubiera viajado a distintas partes del mundo a realizar coberturas y a hacer entrevistas. Había mucho glamour al viajar en primera clase, hospedarnos en hoteles de lujo y codearnos con las y los líderes del mundo de los negocios. Para muchos de esos periodistas la fantasía y el oropel fueron demasiado: empezaron a creer que eran lo que no eran, perdieron el piso y se volvieron soberbios. Ya no escuchaban opiniones ni réplicas para mejorar: eran los más chingones del mundo y nadie, ni yo, tenía derecho a cuestionarlos.
Fue el inicio del fin. En tres años y medio había aguantado la presión constante de los dueños, del director editorial, del área comercial, de las agencias de relaciones públicas, de toda la gente que quería algo de nosotros. Lo único que me hacía aguantar, hasta ese momento, era el equipo unido y solidario que habíamos formado, pero cuando este equipo dejó de existir y se convirtió en una serie de egos andantes, entonces lo supe: me tenía que ir.
Por supuesto que la perseverancia me llevó al éxito, pese al cuestionamiento de mi jefe y las dudas de muchas personas involucradas. Confié en lo que estaba haciendo y seguí adelante. Entonces, ¿por qué dejar todo eso que tanto trabajo me había costado? Porque ya no había nada que me hiciera feliz. Dejé de disfrutarlo. Esa fue la señal y sigue siendo la señal: cuando hay más sufrimiento que disfrute es momento de irme. Quedarte cuando ya no la pasas bien se llama necedad.