El mundo está haciendo lo correcto al abrir sus fronteras a todos los refugiados ucranianos, quizá entre estos se encuentre alguno de los próximos premios Nobel, aunque para sus países de origen será otra nación la que se beneficie de su trabajo.
El 13 de junio de 1939 desembarcó en el puerto de Veracruz el buque Sinaia. Fue el primero con un numeroso grupo de exiliados españoles, nada menos de 1500, que huían de la Guerra Civil española primero y de la II Guerra Mundial después.
El entonces presidente mexicano, Lázaro Cárdenas, ordenó dar refugio y una nueva tierra para vivir en paz y dio la bienvenida a miles de españoles. “No os recibimos como náufragos de la persecución dictatorial, sino como a exponentes de la causa imperecedera de las libertades del hombre”, declaró en el militar y político.
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Fue una decisión humanitaria de primer orden que bien hubiera merecido un premio Nobel. Pero también un movimiento inteligente para México, ya que a bordo del buque Sinaia, y en los que le siguieron, cruzaron el Atlántico científicos, médicos, profesionales, abogados y literatos que, recibidos con los brazos abiertos, contribuyeron al avance social, económico y científico de su nuevo país mediante una prolífica actividad profesional y académica en universidades como la UNAM o el Politécnico Nacional, entre otras.
Este exilio de talento hacia el país acogedor quizás llegó a su cumbre con la creación de la Casa de España para dar cobijo a los intelectuales españoles. Esta institución se transformaría posteriormente en el Colegio de México, que aún hoy es una de las instituciones educativas más prestigiosas del país de la que han egresado algunos de los más importantes diplomáticos, políticos, escritores, empresarios y académicos del país. Su éxito fue avalado por el premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales en 2001.
La historia se repetía, en este mismo periodo, en otros lugares del planeta. En 1933, el director de la London School of Economics, William Beveridge, creó en Londres el Council for At-Risk Academics con el objetivo de facilitar la huida de la Alemania nazi a los científicos y académicos principalmente judíos, aunque no exclusivamente, amenazados por la llegada al poder de Hitler.
Sería en ese mismo Londres prebélico donde un académico exiliado declaró en una conferencia ante las mentes más brillantes del mundo que “si queremos resistir a los poderes que amenazan con suprimir la libertad intelectual e individual, debemos tener claro ante nosotros qué está en juego, y lo que le debemos a esa libertad que nuestros antepasados nos han conquistado tras arduas luchas. Sin esa libertad, no habría existido Shakespeare, ni Goethe, ni Newton, ni Faraday, ni Pasteur, ni Lister”.
El académico en cuestión era Albert Einstein, el premio Nobel que también tuvo que huir de un país sin libertad y en guerra para desarrollar su carrera y avanzar en sus investigaciones.
Esta organización de auxilio y ayuda internacional para académicos, CARA, sigue existiendo y su necesidad es más patente que nunca. Entre otras acciones, en la actualidad, coordina los esfuerzos de universidades y personas particulares del Reino Unido que desean ayudar a los académicos ucranianos.
Pero también a sus colegas rusos que, cada vez en mayor número, buscan escapar a lugares con mayor libertad para desarrollar sus investigaciones y su creatividad, como hizo el autor de la teoría de la relatividad.
No es el único proyecto de este tiò. Cientos de universidades de Europa, Estados Unidos o Canadá están uniéndose a este tipo de iniciativas, y a otras como Scholars at Risk Network, o Scholar Rescue Fund, que, en cualquier caso, llevan años trabajando en este campo.
Una guerra es probablemente el epítome del absurdo desde un punto de vista humanístico. La actual invasión de Ucrania por parte de Rusia está generando un sufrimiento inmenso e inhumano. Tampoco es ajena a los efectos devastadores de la guerra Rusia, donde miles de madres están perdiendo a sus hijos y gran parte de población sufre y sufrirá los efectos económicos en su vida cotidiana.
Aunque terminase hoy mismo, los efectos se notarán durante generaciones en ambos países y en todos los campos: desde la salud mental de las personas a la economía, y por supuesto en el mundo académico.
En 2021 ‘The Moscow Times’ destacaba que en el ya opresivo régimen de Putin antes de la guerra, el número de científicos que había abandonado el país era de 70.000.
Desde el comienzo de la guerra hay testimonios de científicos, académicos y profesionales de sectores como la tecnología que se han unido a esta huida. Es muy probable que en su exilio compartan universidades y centros de investigación con parte de los 80,000 investigadores que había censados en Ucrania en 2019, según Scientific Business.
Europa y el resto del mundo están haciendo lo correcto en esta ocasión al abrir sus fronteras a todos los refugiados ucranianos en acto de justicia y humanidad. Entre estos últimos quizás se encuentre alguno de los próximos premios Nobel y, sin duda, muchas mentes brillantes que huyen del horror.Desgraciadamente para su país de origen, será otra nación la que se beneficie de su trabajo.
Las sociedades europea y mundial tienen el deber de acoger a los refugiados ucranianos y a los exiliados rusos, como hicieron hace casi un siglo el México de Lázaro Cárdenas, Estados Unidos de Roosevelt o el Reino Unido de Churchill.
La academia y las universidades, cuyo papel fundamental y alimentar el conocimiento de la humanidad, tienen una responsabilidad adicional en esta tarea.
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